La Espada, El Paladar y La Religion

EN EL MUNDO MAYOR - cap. 2 "El Discurso de Eusebio"
Chico Xavier

Y en un rasgo de humildad cristiana, Eusebio continuó: –Hablamos de todos nosotros, viajeros que vagamos en el desierto de la propia negación; de nosotros, pájaros de alas partidas, que intentamos volar al nido de la libertad y de la paz, y que, todavía nos debatimos en el lodazal de los placeres de ínfima condición. ¿Por qué no poner coto a las pasiones corrosivas que nos flagelan el espíritu? ¿Por qué no contener el impulso de la animalidad, en que nos complacemos, desde los primeros vestigios del raciocinio? Siempre el terrible dualismo de la luz y de las tinieblas, de la compasión y de la perversidad, de la inteligencia y del impulso bestial. Por una parte, estudiamos la ciencia de la espiritualidad consoladora y, por otra, nos abandonamos al envilecimiento.
Cantábamos himnos de alabanza con Krishna, aprendiendo el concepto de la inmortalidad del alma, a la sombra de los árboles augustos que aspiran a las cimas del Himalaya, y descendíamos, inmediatamente, después, al valle del Ganges, matando y destruyendo para gozar y poseer. Deletreábamos el amor universal con Buda, y perseguíamos a los semejantes, aliados a los guerreros cingaleses e hindúes. Fuimos herederos de la sabiduría en los tiempos lejanos de la Esfinge, y a pesar de la reverencia a los misterios de la iniciación pasábamos a la hostilidad sedienta de sangre, en las márgenes del Nilo. Acompañando el arca simbólica de los hebreos, leíamos reiteradamente los mandamientos de Jehová, contenidos en los rollos sagrados, y, los olvidábamos, al primer clamor de guerra con los filisteos. Llorábamos de conmoción religiosa en Atenas, y asesinábamos a nuestros hermanos en Esparta. Admirábamos a Pitágoras, el filósofo, y seguíamos a Alejandro, el conquistador. En Roma, conducíamos ofrendas valiosas a los dioses, en los maravillosos santuarios, exaltando la virtud, para desenvainar las armas, minutos después, en el atrio de los templos, diseminando la muerte y entronizando el crimen; escribíamos hermosas sentencias de respeto a la vida, con Marco Aurelio, y ordenábamos la matanza de personas limpias de culpa y útiles a la sociedad. Con Jesús, el Divino Crucificado, nuestra actitud, no ha sido diferente. Sobre los restos de los mártires, inmolados en los circos, vertimos ríos de sangre en venganza cruel, armando las hogueras del sectarismo religioso. Soportamos gobernantes arbitrarios e ignominiosos, de Nerón a Diocleciano, porque teníamos hambre de poder, y cuando Constantino nos abrió las puertas de la dominación política, nos convertimos de siervos aparentemente fieles al Evangelio en árbitros criminales del mundo. Poco a poco olvidamos a los ciegos de Jericó, los paralíticos de Jerusalén, los niños del Tiberiades, los pescadores de Cafarnaúm, para acariciar las testas coronadas de los triunfadores aunque supiésemos que los vencedores de la Tierra no pueden huir de la peregrinación al sepulcro. Se volvió la idea del Reino de Dios fantasía de ingenuos, pues, no nos apartábamos del lado derecho de los príncipes, sedientos de poder mundano. Todavía hoy, transcurridos casi veinte siglos sobre la cruz del Salvador, bendecimos bayonetas y cañones, ametralladoras, tanques y aviones de combate en nombre del Padre magnánimo, que hace brillar el sol de la misericordia sobre los justos y sobre los injustos.
Por esa razón nuestros graneros de luz permanecen vacíos. El vendaval de las pasiones fulminantes de los hombres y de los pueblos pasa ululando, de uno a otro polo, sembrando malos presagios. ¿Hasta cuándo seremos genios demoledores y perversos? En vez de siervos leales del Señor de la vida, hemos sido soldados de los ejércitos de la ilusión, dejando a la retaguardia millones de tumbas abiertas bajo aluviones de ceniza y humo. En balde nos exhortó Cristo a buscar las manifestaciones del Padre en nuestro interior. Alimentamos y expandimos únicamente el egoísmo y la ambición, la vanidad y la fantasía en la Tierra. Contrajimos pesadas deudas y nos esclavizamos a los tristes resultados de nuestras obras, quedándonos, indefinidamente, en la mies de los espinos.
Luego alcanzamos la época moderna, en que la locura se generaliza y la armonía mental del hombre está a punto de zozobrar. Con el cerebro envuelto y el corazón inmaduro, nos entrenamos, actualmente, en el arte de viciar el progreso espiritual.

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